Este verano, entre junio y julio, una intensa ola de calor azotó al menos 12 ciudades europeas, con temperaturas que superaron los 40 °C en varias regiones. Aunque muchos lo vieron como un episodio más del clima extremo, un análisis posterior reveló una verdad devastadora: más de 2,300 muertes prematuras podrían estar directamente relacionadas con esta ola de calor. Lo más alarmante es que este impacto no habría ocurrido sin el calentamiento global agravado por la actividad humana.
Las muertes no fueron causadas solo por el calor en sí, sino por los efectos en cadena que desencadena: golpes de calor, deshidratación severa, agravamiento de enfermedades respiratorias, cardíacas y renales, y una saturación total en los servicios de emergencia. Las personas mayores, quienes viven solas o con problemas de salud preexistentes, fueron las más afectadas. Varias ciudades europeas colapsaron momentáneamente en su capacidad de respuesta hospitalaria.
Este evento ha encendido las alarmas de la comunidad científica: el cambio climático no es un problema a largo plazo, es una crisis que ya está costando vidas. Las olas de calor serán más frecuentes, más largas y más letales. La pregunta ahora es si los gobiernos y las sociedades están preparados para lo que viene… y si tomaremos medidas antes de que lo irreversible se vuelva cotidiano.